TODO ESTÁ GUARDADO EN LA MEMORIA

A un toque

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Por Santiago Tuñez

Cuesta encontrar imágenes de la cuarentena y ubicarlas en su línea de tiempo. Falta memoria y precisión. Sobra desgaste y confusión mental. El ejercicio es más simple en un viaje al pasado. Y más aún cuando la propuesta es evocar el Mundial de Italia ’90. Se abre el archivo cerebral y, de pronto, emergen goles, jugadas, sonidos. Cada recuerdo cae en el casillero justo. Poco importa que haya sido la Copa del Mundo con peor promedio de gol de la historia. Aquel torneo fue un rótulo en una generación de argentinos. Y 30 años después, permanece intacto en el inconsciente colectivo.

El hit pegadizo de Gianna Nannini y Edoardo Bennato, las camisetas de vanguardia diseñadas por Adidas, los relatos de Marcelo Araujo y Julio Ricardo en Canal 7 -único medio que transmitió los partidos en la TV argentina-, las tapas de El Gráfico en los puestos de diarios… Lejos de la explosión mediática, el marketing deportivo y el vértigo de las redes sociales, Italia ’90 significó el eslabón final de una cultura comunicacional. Se trató, en verdad, de la última Copa del Mundo artesanal. Y ahí se encuentra otra de las razones por las que resulta un campeonato de culto en nuestro país.

El Calcio era, entonces, la cumbre del fútbol. Con sólo tres extranjeros por equipo, se imponía a otras ligas de Europa y atraía todas las miradas. Mandaban el Napoli de Maradona y los brasileños Careca y Alemao; el Milan de los holandeses Rijkaard, Gullit y Van Basten; y el Inter de los alemanes de Matthäus, Brehme y Klinsmann. Se esperaba, en ese contexto, un Mundial con partidos de alto voltaje. Nada de eso ocurrió. Fue el torneo del catenaccio, el pase atrás continuo para que los arqueros tomaran la pelota con la mano y el promedio de gol por partido más bajo de la historia (2,21).

Faltaron gritos en la red, sí, pero sobraron nombres y mitos. Uno de ellos, el camerunés Roger Milla. Con 38 años en su cuerpo, convirtió cuatro goles, enloqueció a los hinchas con sus bailes y llevó a un equipo africano -por primera vez- a los cuartos de final de un Mundial. También, el italiano Salvatore Schillaci, que empezó la Copa del Mundo como suplente de Carnevale y la terminó como máximo artillero, con seis goles en siete partidos. Y hay lugar, por supuesto, para el inglés Paul Gascoigne, con su habilidad en la mitad de la cancha y sus lágrimas en las semis contra Alemania.

Hubo nombres, mitos y un milagro. El milagro de la Argentina. Con una lista descompensada (ocho defensores, otros ocho volantes y sólo tres delanteros) y sin la chispa del ’86 en sus producciones, la Selección encendió sus hazañas con la magia de Maradona en una sola pierna, las apariciones picantes de Caniggia y las manos legendarias de Goycochea en los penales. Bilardo encontró la base de los titulares con los partidos y lo mejor se vio en las semifinales contra Italia. Por su segunda vez al hilo, el equipo jugó los siete duelos de la Copa del Mundo. Todo, gracias a su competencia y su mística.

“Héroes igual”, fue uno de los conceptos elegidos por la prensa argentina para definir al subcampeón. El día después, hubo un recibimiento multitudinario en la Plaza de Mayo. Del segundo, a diferencia del pensamiento bilardista, se acordaron todos. Hubo ovaciones a Maradona, al propio Doctor y al resto del plantel. El broche de un mes que aún hoy, tres décadas después, sigue alojado en la memoria colectiva. Todo está guardado en la memoria.

 

 

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