Por Beto Tisinovich (@betetisinovich)
Apenas asomó el mechón rubio que llevaba como novedad sobre su cabellera negra, pareció que la Bombonera se venía abajo. Diego Armando Maradona volvía al fútbol oficial, defendiendo la camiseta que adoptó y admiró a partir de 1981, cuando llegó de Argentinos Juniors. El monarca de la zurda inmortal estaba de regreso: millones de banderas, camisetas, gritos. Fue locura. Emoción. Extasis. Ternura.
Por estos años casi nadie se acordará de que fue la figura de la cancha y de que se recaudaron casi 600.000 pesos. Y que Boca le ganó a Colón con un gol de Darío Scotto en la agonía del partido. Quizás, el recuerdo más palpable de aquella vuelta pueda ser su disputa con Toresani, a quien primero hizo expulsar, a pesar de su declaración («Le pedí a Pancho Lamolina que no lo echara», dijo una vez finalizado el partido), y después invitó a pelear en su departamento de Segurola y La Habana.
Claro que a los pocos días se amigaron y después llegaron a ser compañeros en el Boca del Bambino Veira. Un Diego auténtico, podría decirse. El solo era capaz de hacer vibrar a una cancha, a pesar de que sus otros diez compañeros no se contagiaran.
Aquel 7 de octubre del 95 no fue un día más. El partido se jugó un sábado y la vieja cancha de Boca estaba a full desde tres horas antes del inicio del partido. Es que volvía él. El más grande jugador de la historia del fútbol mundial. Volvía Dios. Por eso no le pesaron los tantos e insoportables días sin pegarle a la pelota por los puntos.
Apenas asomó el mechón rubio que llevaba como novedad sobre su cabellera negra, pareció que la Bombonera se venía abajo. El monarca de la zurda inmortal estaba de regreso: millones de banderas, camisetas, gritos. Fue locura. Emoción. Extasis».
Pocos creían que después de la suspensión por doping en el Mundial de Estados Unidos, más de un año atrás, el Diego volvería a pisar una cancha con las pilchas de profesional. Pero, como se dijo millones de veces, con Diego nunca se sabe qué pasaría.
La tarde-noche fue épica. Muy parecida a la del 22 de febrero de 1981, cuando debutó con la auriazul ante Talleres: 4 a 1 y dos goles. O la del 28 de noviembre de 1993, cuando jugando para Newell’s enfrentó a Boca, que estrenaba al Flaco Menotti otra vez como DT, y a pesar del 0-2 la gente lo agasajo con sus cánticos y una bandera de La Doce agradeciéndole todo lo que le había dado a Boca. Los partidos quedaron al margen, porque su magia eclipsó a todos. Sus gambetas, toques y lengua afuera por excelencia eran lo más (…)
Ya a los 10 segundos del partido con Colón había metido un pelotazo hermoso para su entrañable amigo Claudio Caniggia, compinche y protagonistas de varios de los pasajes eternos de la vida del Diez. Y 15 segundos después, desbordó por la izquierda y mandó un centro, de esos que sólo podía sacar su pierna zurda cuando ya casi no tenía recorrido.
Arengó a sus compañeros constantemente, a pesar de todos los desatinos que cometían. Se robó la película, podría decirse en términos cinematográficos, tal como se había robado todas las películas en las que había estado, y como se robaría las que vendrían. Allí, dentro del campo de juego y más allá de que el espectáculo en sí no resultara muy bueno, su presencia generaba esa electricidad única, esa sensación indescriptible de que algo podía pasar en cualquier momento. Bastaba con que la pelota llegara hasta sus pies, preferiblemente el izquierdo, para creer que su magia lo haría posible.
Todo lo que se vio allí, esa tarde del 7 de octubre de 1995, era su amor por volver a jugar, más fuerte que ninguna otra cosa, contra todos los males de este mundo. Y también, claro, el amor de los hinchas, quienes con una bandera batieron la justa: «Diego, la leyenda continúa».
*El texto fue publicado por el autor en el diario Olé, en octubre de 2001.