El impresentable

Literatura hecha pelota

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Desde los primeros tiempos de este blog, Leer el Juego abre las mejores páginas de la literatura futbolera. Los cuentos de Eduardo Galeano, Juan Sasturain y el Negro Fontanarrosa, entre otros cracks de la pluma y la pelota, le dan vuelo a cada cambio de frente. La bola gira de la mejor manera con la inspiración de estos escritores. Atrevimiento de por medio, hoy comparto con ustedes un cuento que escribí tiempo atrás. Su título es El Impresentable y tomó forma durante las clases en el taller literario de Sandra Russo. Aquella mañana, recuerdo, hubo críticas positivas en la clase. Ojalá ocurra lo mismo en esta presentación en la sociedad blogger. Que lo disfruten.

Por Santiago Tuñez

Entro a Acatraz y los veo a los tres, sentados ahí, en la mesa del medio. Son Richard, el Pelado y el Gurú. Los conocí hace un año, cuando me cortaron el cable por estar colgado a la jubilada del 1° B, y salí por el barrio a buscar un lugar donde ver los partidos del Atlético. De entrada, caí en el bar del Enano, al lado de casa, pero ese domingo se perdió contra el Sport. No era conveniente ver otro partido ahí, según mi manual cabulero, por lo que al otro fin de semana probé en Acatraz para cambiar la racha. Esa tarde se ganó contra Mitre. Y de poco, se hizo un hábito ver los partidos del Atlético en este bar.

Hoy, como cada domingo, llego a la mesa del trío y lo saludo. “¿Trajiste la cábala?”, preunta el Pelado, vestido otra vez con la camisa a cuadros turquesa y el pantalón de joggin gris a la altura del ombligo. Le muestro la bufanda deshilachada marrón y se queda tranquilo. Richard sonríe de costado, cómplice, porque tiene puesta la misma remera del fin de semana pasado, cuando se le ganó a Juventud. Es azul y con el escudo del Atlético en el medio. La debe haber comprado hace varios años, pienso, porque le queda ajustada por todas partes. Con sus 15 kilos de más, ese escudo parece uno de los más grandes en la historia del club.

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A un costado de ellos, el Gurú apenas levanta la mano para saludarme. Está atento a un comentario de la radio y se aprieta los auriculares contra las orejas para escucharlo mejor. Richard y el Pelado lo cargan y lo llaman así, “porque es un visionario de las jugadas”. Claro, el relato de Juan Romeo le llega antes que la imagen de la transmisión y, entonces, ya empieza a festejar o putear cuando la pelota aún está lejos de la red. Al principio, recuerdo, creí que ese sobrenombre era por su notable parecido a Jorge Ané, el creador del Reduce Fat Fast y gurú internacional de la pérdida de peso que aparece en los cortes de Crónica TV.

Cualquiera de los tres podría ser mi viejo, que está en la cornisa de los 50 años. Acaso por esa diferencia generacional, no coincido con sus opiniones. Me pasa cuando hablamos del último flirteo de Montero con una empresaria del pueblo, o de los pesos que ofrecen por llevarse a Millano a un equipo de la Capital. En esas charlas, no muy profundas por cierto, suelo aborrecer sus puntos de vista retrasados. Lo mismo me sucede con sus reacciones. Hace dos domingos putearon a los jugadores por tener los pies redondos, y alardearon con que los cracks del pasado eran mejor que éstos. “¿Saben una cosa? Tengo la impresión de que son impresentables”, les dije, sin anestesia, y quizá por la diferencia generacional mencionada evitaron darme varios puñetes.

Richard sonríe de costado, cómplice, porque tiene puesta la misma remera del fin de semana pasado, cuando se le ganó a Juventud. Es azul y con el escudo del Atlético en el medio. La debe haber comprado hace varios años, pienso, porque le queda ajustada por todas partes». 

Quise racionalizar un sentimiento. Mirarlos desde un costado y analizarlos como si fuera un filósofo, cuando soy un peón anónimo que apenas leyó un libro de Savater en el secundario. Grave error el mío, ese de intentar racionalizar la pasión que sienten estos tres tipos por el Atlético. Porque ahora, que la pelota ya rueda sobre el césped, la mujer de adelante se da vuelta y mira de mala manera. “Podés dejar de insultar un poquito”, dice, mientras mira hacia nuestra mesa. El Pelado y Richard me cuentan que el reclamo es para mí. Y que sí, que tiene razón la señora, porque hoy estoy un poco exaltado. “Raro en vos, pibe”, suelta el Gurú.

Lo escucho y trato de calmarme, pero no es fácil. Ya terminé el capuchino, y tengo ganas de pedir otro. Pero no, mejor no. La última vez que tomé uno solo, ganamos. Y hoy, sí que se precisa ganar. Es el clásico contra ellos, esos a los que ni quiero nombrar. Será por eso que me levanto de la silla en cada ataque. Y ahora que llega el gol nuestro, estallo: me abrazo con Richard, también con el Pelado. Beso la bufanda mágica y la agito mientros salto sobre la silla de metal. Los miro a los de la contra que están dispersados en otras partes del bar y me agarro ahí, bien fuerte. “Es para vos, y para vos también”, les grito a dos chicas.

Bar-futbol

Mis compañeros de mesa miran sorprendidos, menean la cabeza y se muerden los labios. El Gurú se saca los auriculares en el entretiempo y dice algo al oído de Richard. No llego a escucharlo. Retrocedo un instante hacia el pasado y maldigo a mi vieja por no haberme dado permiso para probarme aquella tarde en el Atlético. Quizás hoy estaría del otro lado de la pantalla del televisor, y no en este bar donde mi sentimiento ya es incontrolable. Quiero participar de alguna manera en el partido y ayudo a trabar a nuestro número tres. Él se queda con la pelota y sale jugando. Yo, en cambio, tengo que pedirle perdón al hombre de adelante por haberle pateado los tobillos. “Pendejo de mierda”, dice, y vuelve su mirada al partido.

Mis compañeros de mesa miran sorprendidos, menean la cabeza y se muerden los labios. El Gurú se saca los auriculares en el entretiempo y dice algo al oído de Richard. No llego a escucharlo. Retrocedo un instante hacia el pasado y maldigo a mi vieja por no haberme dado permiso para probarme aquella tarde en el Atlético. Quizás hoy estaría del otro lado de la pantalla del televisor, y no en este bar donde mi sentimiento ya es incontrolable. Quiero participar de alguna manera en el partido y ayudo a trabar a nuestro número tres. Él se queda con la pelota y sale jugando. Yo, en cambio, tengo que pedirle perdón al hombre de adelante por haberle pateado los tobillos. “Pendejo de mierda”, dice, y vuelve su mirada al partido.

Ofrezco pagar una ronda de café, pero el trío no acepta. Tienen que volver rápido a sus casas, dicen. Antes, comentan que estuve insoportable, descontrolado “Te va a dar un bobazo”, me advierte el Pelado. “No vayas a trabar más”, bromea Richard. El Gurú guarda su radio y sus auriculares. Me mira fijo y nada dice. “¿Te pasa algo?”, le pregunto. “¿Sabés una cosa? Tengo la impresión de que sos tan impresentable como nosotros”, suelta.

El estiletazo, certero, duele. Pero no es equivocada esa impresión. Soy impresentable.

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