EL GRITO FINAL

Crónicas Maradonianas

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Por Santiago Tuñez

El tipo tenía una cuenta pendiente en esa caja de sonidos llamada la Bombonera. Habían pasado ocho meses desde su anunciado regreso a Boca y, sin embargo, no lograba ponerle punto final a una historia. Allá, en el rincón de los recuerdos, estaba cubierto de polvo aquel golazo de sombrerito a Rubén Cousillas, de San Lorenzo, el 15 de noviembre de 1981.

Quince años después de su último gol de jugada en la cancha de los xeneizes, Diego Armando Maradona quería festejar otra vez con alguna definición genial, un remate sorprendente, un cabezazo… Algo más que tiros libres y penales.

Domingo 9 de junio de 1996. El frío taladraba la piel ahí nomás del Riachuelo. Impaciencia, ansiedad, expectativa. Esas tres palabras dominaban la Bombonera. Las presencias de Maradona, Caniggia y la Brujita Verón, entre otros, encendían el cartel de candidato del equipo de Bilardo. Un equipo obligado a lograr el título local después de cuatro temporadas de disgustos. Y que, en medio del monólogo de Vélez en esa década, se metía en la cancha con una mochila pesada. Esa tarde, para colmo, enfrentaba a Belgrano, casi descendido. ¿Un partido fácil? Al contrario: la cuestión era golpear rápido y silenciar los murmullos de intranquilidad.

El estadio tembló al minuto del segundo tiempo. No importaba el penal sospechoso que había cobrado Luis Oliveto, ni los guiños cómplices con los compañeros de tribuna. Gargantas preparadas para el grito, espaldas dispuestas para soportar la avalancha. Todo estaba armado para el festejo. Maradona pidió la pelota y la imagen del penal fallado contra Newell’s, semanas atrás, sobrevoló el inconsciente colectivo de los hinchas de Boca. Y la escena de la noche rosarina tuvo su segunda parte en el arco de Casa Amarilla: el toque suave del Diez fue a la derecha de César Labarre, que atrapó todos los flashes al sacarla a un costado.

«¡Vamos, Diego, vamos ahora!» El Colorado Mac Allister corrió hacia el área y tiró esas palabras de aliento, en busca de remontar el ánimo triste de Maradona. La reacción en el cemento, en tanto, fue tan fría como el clima de la tarde. O peor: fue el momento de nadar contra los insultos cada vez más intensos. «A ver, a ver los jugadores si pueden oir, con la camiseta de Boca a matar o morir», obligó la popular. Debajo de los palcos vendidos por Mauricio Macri y su martillo, Bilardo se atragantaba varias veces con su corbata. Hasta que llegó el minuto 35…

A pesar de su físico desgastado, Maradona soltó un pase impredecible para Manteca Martínez, que puso el 1 a 0. Pero faltaba algo. Cansado, y en un partido tenso, el Diez corrió cerca de la raya para alcanzar un pelotazo de Pico. Aguantó la carga de un defensor, pispeó a Labarre y desde lejos, con un tiro perfecto de emboquillada, volvió a festejar en la Bombonera. Se abrazó con Bilardo, con sus compañeros, con todos. Lo dedicó a Claudia y sus hijas. Y sintió, en definitiva, que saldaba la deuda.

«Fue uno de los mejores goles que recibí en mi carrera, porque tenía un ángulo cerrado para cualquier zurdo y lo tapaba un defensor. Pero Diego era así: me vio adelantado y le pegó de cachetada. Fue un golazo», me contó Labarre años más tarde, en una entrevista para el diario Olé.

«Yo entiendo a la gente: ¿cómo no les va a romper el… alma que erre un penal en un partido como éste? Haber fallado otro penal en tan poco tiempo no me lo perdono ni yo mismo», reconoció Maradona aquella tarde. «¿Ves lo lindo que es el fútbol? Pasás del amor al odio y del odio al amor en segundos», razonó en el final. Después, como simples datos de estadísticas desapasionadas, vendrían los dos últimos goles de su carrera (ambos de penal, contra Argentinos y Newell’s).

Pero fue este grito contra Belgrano, de sombrerito, el que le había puesto el candado al cofre de sus jugadas geniales.

 

 

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