Por Adrián Bianchi *
Sobre un bendito amanecer, el milagro de los pájaros me despertó muy temprano. No eran más de las 6 de la mañana cuando mis ojos desobedientes comenzaron a contemplar la salida del alba.
Un dulce aroma a café con leche se presentaba tenue sobre la inmensidad de una inmemorial y gastada casona llena de historias de potrero al momento en el que la voz arrugada de mi compañero de cuarto, el Gringo Cristofanelli, me decía «loco, levantate que ya está por llegar el Gordo Bonini. Dale, cambiate y vamos a desayunar, que el Viejo espera».
Era mi primer día de entrenamiento y ahí me encontraba yo, a la espera de conocer al maestro, envuelto entre las sábanas de una cama dura y crujiente, en la lejanía de una remota y apartada Pontevedra que se desviaba en soledad hacia el más aislado rincón del universo , entre largos y sinuosos caminos que en silencio parecían suspenderse en el tiempo.
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Ya me habían contado todo sobre las historias de la vuelta chica y la vuelta grande, de una cancha que más que cancha parecía una estancia, de las interminables horas de patear, de correr, de saltar y de tirar centros entre la temprana y fría escarcha matinal y la caída de un sol cansado de tanto entrenamiento, de las noches de truco en la concentración, de las locuras de Agonil, del Mago, de los guantes de Teresa y de las increíbles fábulas que contaba Carpecho.
De todo eso y de mucho más ya me habían advertidos mis nuevos compañeros, de la habilidad única de un tal Daniel Miranda, de las pizzas que amasaban las manos del eterno y simpático Doctor Rotemberg y de alguna que otra inocente ventajeada que podría sufrir de la humanidad de un ilustre número 2 apodado el Negro.
Ya era hora de levantarse y el solo hecho de no escuchar tan temprano el sonido estridente de su silbato que debilitara aún más mis ganas de ponerme de pie, decidí sin pronunciar palabra alguna seguir los consejos de esa sabia voz de ida y vuelta que parecía conocer demasiado cada uno de los secretos que encerraba esa lejanía mágica y extraña. En definitiva, sería yo también quien, en poco tiempo más, comenzaría a ser parte vida de cada una de esas historias. De pibe y en cada uno de mis sueños de potrero, me veía vestido como jugador de fútbol, gritando un gol entre los cantos de la hinchada, con las medias bajas, la melena al viento y la número 7 pegada en mi espalda. Soñaba con jugar entre los más grandes y ser dirigido por los mejores.
«No acepto que los jugadores vengan y me digan que lo único que saben hacer es jugar al fútbol. Tienen que estar preparados para la vida», era una de las frases de cabecera de Carlos Timoteo Griguol, ex DT de Ferro, Gimnasia y Rosario Central.
Lo que jamás hubiera pensado era que Dios me iba a elegir entre tantos para ser bendecido de tal manera. Desde pequeño concurrí a misa religiosamente cada domingo a la espera de que algún milagro ocurriese en mi vida, pero hasta esa bienaventurada mañana de frío y escarcha nada había sucedido en forma milagrosa.
Si bien la mano de Dios se había posado sobre mí y cada uno de mis sueños comenzaba a hacerse realidad, nada fue igual hasta que la palabra santa e inmaculada me llegó justo cuando me disponía a sumergir una tostada con dulce en la profundidad de mi mate cocido.
-¿Cómo le va, pibe?, ¿durmió bien?
-Sí -contesté en forma serena-, gracias.
-Me alegro mucho, entonces. Soy Timoteo Griguol. Después de que se cambien todos en el vestuario, voy a dar una charla previa al entrenamiento y, como usted es nuevo, le pido que preste mucha atención porque cada precepto que escuche seguramente le va a servir para lo que reste de su carrera profesional.
-Muchas gracias. Le agradezco por haberme elegido para ser parte de su equipo.
-Las elecciones son mutuas. Usted también nos eligió a nosotros. Bienvenido.
Asentí con la cabeza y, por un momento, me quedé pensando en las palabras de aquel hombre que, vestido de profeta, me había hablado como un libro.
¿Cómo hace alguien que no tuvo un pasado exitoso como futbolista para poder dirigir un equipo de primera división? El consejo de Griguol a Bielsa. “Tome un buen equipo de niños, vaya buscando los mejorcitos de la zona…vaya creciendo junto con este equipo”. pic.twitter.com/0udDZ7Y8uf
— Andrea D’Emilio (@anyudemilio) May 6, 2021
El Viejo Griguol, trabajador hasta el cansancio, estratega, metódico, avezado, práctico y efectivo, quien bajo el naciente de una aurora me abrazó en su infinito, quien me invitó a escuchar con atención fragmentos que nacían de su corazón. El hombre que, a partir de su bienaventurada mañana de frío, me enseñaría que la dinámica de lo impensado comenzaba a tener un sentido y un por qué, que el fútbol era simple, fácil, integrador y asequible para todos, que más allá del talento, ejerciendo el cuidado, el respeto, la concentración, la cooperación, la confianza, el esfuerzo y la funcionalidad, el éxito está asegurado en un partido de fútbol y en la vida.
Y, entonces, el maestro habló y su voz fue un águila desafiando al sol y su canto se elevó entre las cumbres más altas… Hoy muchos son sus hijos y es su alma la que desde el fondo grita «mi espíritu estará siempre entre ustedes».
El Viejo Griguol, un apasionado y enfermo hombre de fútbol, el hombre que a través de la simpleza fue un maestro, el hombre que a través de su vida fue un ejemplo, el loco de las palmadas en el pecho. El Viejo Griguol, el maestro que hoy recuerdo con cariño, el hombre que Dios puso en mi camino siendo jugador para que, después de su primer día de entrenamiento, saliese del vestuario siendo técnico.
*El cuento fue publicado por Adrián Bianchi en el libro Pelota de Papel.