Por Santiago Tuñez
Mayo de 1980. La dictadura recorre el cuarto año en el poder y su puño de hierro golpea con fuerza en la sociedad. Ya no se ven miles de cuerpos en pleno éxtasis por el título en el Mundial. Tampoco retumban gritos en la madrugada para festejar los goles de un grupo de juveniles, allá a lo lejos, en tierras japonesas. Las luces oscuras se proyectan sobre la vida diaria y las balas de los militares son la música más temida del país. En Buenos Aires, el general Jorge Videla se reúne con su par brasileño, Joao Baptista Figueiredo, y anuncia el comienzo de una nueva etapa en la relación bilateral. Rodeado de intereses militares argentinos y chilenos, el papa Juan Pablo II continúa la mediación por el Canal de Beagle. La agenda de política exterior aún no contempla una guerra con Gran Bretaña por las islas Malvinas. Después de ocho años, Manal hace sonar sus acordes. Y en Düsseldorf, Guillermo Vilas y José Luis Clerc ganan la Copa de las Naciones en la final contra Italia.
Los obreros de la tinta y el papel teclean esas historias en los diarios. Y en cada edición hay un personaje infaltable: Diego Armando Maradona. Con un rodaje de casi cuatro años en el mundo del fútbol, su rostro aparece en Deportes y en Información General. Se escribe, por un lado, sobre el interés de River, Rosario Central y Deportivo Español, que desde el Nacional B ofrece ocho millones de dólares para contratarlo, aunque Argentinos Juniors rechaza venderlo al mercado local. Y por el otro, los grafólogos Wanda Massaferro y Luis Kirschbaum analizan la firma del Diez. Sus conclusiones son categóricas: “Gran soñador, pero realista. Claro en sus pensamientos y agudo en sus críticas. No le gusta, ni le gustará, que se metan en su vida íntima. Bondadoso, optimista y desbordante”.
Maradona es, a los 19 años, el centro del interés de la prensa y del DT de la Argentina, César Luis Menotti. En el período de cocción del crack, quiere hornearlo en una gira europea contra Inglaterra, Irlanda del Norte y Austria. Son tres partidos, también, para retocar la base de nombres que ganó el Mundial 78. “El equipo no está al nivel que pretendo, pero igual puede competir sin miedo contra Inglaterra. No vinimos a robar el resultado”, avisa el Flaco, en una conferencia en Londres, donde se hace espacio para citar frases de Ortega y Gasset. Maradona lo escucha, junto a su padre, y cranea el noveno cruce de la historia contra Inglaterra. Imagina un duelo de alto voltaje contra la base del Liverpool –campeón de la Champions en 1977 y 1978– y Kevin Keegan, la figura del rival de turno.
Nada altera su piel, las vísceras, el corazón. Ni siquiera la leyenda del césped de Wembley, el estadio inaugurado en 1923. En un equipo con nombres de peso, como Fillol, Tarantini, Passarella, Gallego y Luque, el Diez se hace cargo de los hilos y le da play a su talento. Gambetea, amaga, toca de primera con Valencia. Gambetea, amaga, toca de primera con Valencia. Es imparable. Y a los 19 minutos, traza un cuadro al que sólo le falta la firma del gol. Recibe de Barbas, da la vuelta y encara a puro vértigo. Uno, dos, tres, cuatro ingleses quedan atrás del crack argentino. Y su toque en el cara a cara con Ray Clemence sale, despacio, ahí nomás de la red. “Es una superestrella”, piensa el DT Ron Greenwood en el banco inglés. Y en una casa de Villa del Parque, un chico menea la cabeza y fantasea con el amague que la faltó a esa jugada deliciosa.
El gol que no fue escapa rápido del inconsciente de Maradona. Y en el segundo tiempo, es el autor intelectual de otro gran momento. Toma la pelota fuera del área, engancha, pone proa hacia el arco y cae. Hay penal y Passarella lo cambia por gol con un zurdazo al ángulo. La tarde noche del 13 de mayo de 1980 se cierra con una derrota 3 a 1 de la Argentina. “Maradona está fuera de discusión. Sólo le faltaba Wembley. Si hace ese gol en el que dejó parados a los ingleses, hay que cerrar el estadio”, aseguran los enviados especiales de Clarín en su crónica.
Kevin Keegan, autor del tercer gol de Inglaterra, saluda a Maradona y le pide su camiseta. Hay intercambio de telas. Diego se va del estadio vestido de inglés. Es sólo un rato, nada más. En su cabeza vuelve a dar vueltas la obra cumbre que no fue. La respuesta se la dará su hermano Hugo Hernán, el Turco: “Si vos le amagabas al arquero, enganchabas para afuera y definías con derecha, ¿entendés?”. El aviso ya estaba hecho. Lo mejor vendría en México, seis años después.