Eran tiempos de estilo vertiginoso. Con el rodaje de la pelota a lo ancho del tablero verde. Una firma de juego innegociable. Aquí, allá, en todas partes de la aldea global. El autógrafo auténtico de Marcelo Bielsa. Y mientras el país se acercaba a su estallido social y económico, la Selección explotaba su potencia ofensiva. Allá por febrero de 2001, se filmó la última escena de los duelos contra Italia y los títulos del final devolvieron un triunfo 2 a 1. Ni siquiera el gol de Fiore, después de un error de Verón, cambió el guión celeste y blanco. La trama fue la misma de aquel ciclo. El empate de Kily González y la definición exquisita de Crespo grabaron la victoria. «Ganar nunca es irrelevante, pero tampoco hay que sobredimensionar este éxito», pidió Bielsa, cauteloso, mientras los hinchas argentinos seguían con el grito de ooole en el Olímpico de Roma. Al otro lado, el DT Giovanni Trapattoni elogiaba las credenciales del rival. «Había dicho que no era un rival sencillo y que éste no podía considerarse un encuentro amistoso más. Y la Argentina lo demostró, porque exhibió solidez y ganó con justicia. Fue un equipo con determinación y clase, que superó al nuestro y, además, dio espectáculo».
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