Por Gabriel Tuñez (@gabtunez)
Tiene los ojos perdidos por el último medicamento que le dio la enfermera. Le dicen que es para su bien, pero él no tiene ni bien ni mejoría desde hace mucho tiempo. Está acostado boca arriba en una cama desarmada de hospital, en una sala larga y fría que alberga más recuerdos que otra cosa. Maldice el retraso que tiene la muerte para llegar a su cuerpo, pero mientras tanto se sumerge otra vez en el agua de los buenos momentos, que de tan pocos tienen minutos y segundos donde detenerlos con justeza.
“Está muy mal, lo trajeron hace algunos días y empeoró en las últimas horas”, dice una enfermera que desconoce su pasado. Para ser sincero, casi que yo también lo desconozco, pero mi abuelo se encargó de señalarme con puntualidad cada anécdota suya.
Tiene los ojos fijos en el techo liso y bien blanco, no parpadea porque está viendo su película. Allí está ante una multitud encarando y desbordando a un defensor que sabe lo imposible de la marca. Lo pasa, pero para divertirse frena y lo espera para inventar una nueva gambeta y escuchar otro “ole”.
De tan flaco parece que el viento lo lleva por la punta hacia el fondo de la cancha.Y su película lo muestra pisando los papelitos que pasaron algunos metros dentro del campo. Agarra uno al azar y lo esconde entre sus dedos como hace con la pelota. La enfermera interrumpe el film con otra pastilla para frenar los dolores que casi ya no siente en el hígado.
Años de gloria lo pasearon por el mundo, años de tristeza y alcohol lo llevaron por las calles vacías de un futuro que cada vez se paraba más lejos y menos buscaba. Cayó en la bebida y envejeció de un día para el otro. Las mujeres que tuvo lo fueron dejando al mismo ritmo que lo abandonaron sus compañeros y los gritos de “ole” que nacían ante cada desborde. Quiso dejar el alcohol varias veces, pero las mismas regresó.
No parpadea porque está viendo su película. Allí está ante una multitud encarando y desbordando a un defensor que sabe lo imposible de la marca».
En sus últimos años vivió en un rincón del estadio donde dibujó las más largas sonrisas y los más prolongados gritos de gol. Un rincón con una lucecita, una mesa y una cama finita dueña de un colchón doblado y roto. No sé si por la bebida o por qué, pero de noche sentía avanzar una ola de voces que llegaba desde la cancha y lo llamaba.
Mientras miraba el techo, lo vino a buscar la visita que él esperaba desde que había hecho el último gol, y con ella se fue para otra cancha.
Mi abuelo tiene tantos años como recuerdos de Orestes Omar Corbatta, wing de profesión, y me los cuenta siempre que ve algún partido que tiene jugadores que enganchan como el Burrito Ortega, que por cierto son los únicos que mira.
* El texto fue escrito para la agencia Infosic durante el Mundial de Francia ’98.