JUGARSE LA VIDA EN UNA CANCHA: EL FÚTBOL DE BARRIO EN CENTROAMÉRICA

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Por Alberto G. Palomo / Para Revista Líbero

Dos letras señalan quién manda en un campo de la Ribera Hernández, en San Pedro Sula (Honduras). No son las iniciales de un equipo de fútbol. Son las de una de las pandillas que reina en el barrio, el más peligroso de la ciudad. Rige la ley de la MS, la Mara Salvatrucha. Este simple grafiti puede determinar el futuro del partido. Nada que ver con los goles o la motivación de los jugadores: un paso en falso, un imprevisto entre rivales de plomo, conlleva la posibilidad de lamentar muertes.

Los ocho adolescentes juegan ajenos a esta amenaza. En chancletas o zapatillas: igual da. Un grupo de chicas de su edad observa el partido y anima. A ratos muestran el rubor propio cuando uno de ellos les mira de reojo. Quizás han asumido que su suerte no depende de un pelotazo en una jugada maestra, sino de cualquiera de los disparos que acaba con unas 14 personas en promedio al día en un país de apenas nueve millones de habitantes. Las canchas reflejan este contexto de inseguridad y descontrol aunque, paradójicamente, sean también un bálsamo para la desgracia. En el reverso de los muros, otro conjunto vigila, teléfono y pistola en mano, que nada perturbe su aparente calma.

Pasa en Honduras, pero también en Guatemala o El Salvador. Centroamérica –y sobre todo este triángulo de pandillas y narcotráfico en la ruta hacia México- es una región volcánica tanto en la geografía como en la fácil erupción de la muerte. El fútbol calma sus ansias, pero también exhala los males sociales. Exorcismo vital para un gran volumen de almas, toquetear un balón o ver cómo “algún descarado carasucia” se lanza “a la aventura prohibida de la libertad” –como definía Eduardo Galeano– mueve a las masas y provoca venganzas, firmas de paz o conflictos armados.

Hemos visto recientemente un ejemplo de cada cosa: en el cruce de Argentina con Inglaterra del 86, tras la guerra de las Malvinas; en Costa de Marfil en 2005, donde se iniciaron las negociaciones para acabar con la Guerra Civil tras la clasificación del equipo para el Mundial; y en las 100 horas de disputas entre en El Salvador y Honduras por un encuentro clasificatorio de 1969.

Precisamente son estas dos naciones las que ahora libran una batalla aún mayor: convertir las canchas de fútbol (y el resto de espacios públicos) en zonas pacíficas. El periodista salvadoreño Salvador Sagastizado, lejos de metáforas como las de Galeano, describe con desgarro en qué llega a traducirse esa tensión: “Históricamente, hemos registrado episodios de violencia en todos los ámbitos sociales, hasta en el deporte. En el fútbol puede haber masacres por el color que llevas, la ropa o el número de la camiseta”.

El experto en lo que se conoce como ‘nota roja’ (crónica de sucesos) lleva cubriendo trágicas escenas cotidianas de El Salvador desde hace dos décadas. Y en sus investigaciones ha peinado casi todos los rincones de esta nación de 21.041 kilómetros cuadrados (menos que la provincia de Badajoz) que terminó 2016 en el trono de homicidios: 5.280, cifra un 13% menor que los 6.072 de 2015 (y superando a Guatemala, con 4.520).

“Muchos de los casos los fija la geografía tribal: si una comunidad es de la Mara Salvatrucha no se puede llevar el número 18, correspondiente a la pandilla Barrio 18. Y en el caso contrario pasa lo mismo con el 13. Esto se aplica también a los números que acaben en 3 o en 8”, explica. Algo tan nimio como la elección de un dorsal se convierte en crucial a la hora de salvar el pellejo. “Por supuesto, jugar en un sitio o en otro es clave. Un árbitro de un barrio no va a otro, porque se arriesga a que lo maten. En ligas más pequeñas tiene mejor solución, pero esa concentración de 40 personas entre jugadores, mujeres, niños y equipo técnico se convierte en algo muy peligroso”, lamenta.

Hay casos de torneos, cuenta, en los que se rodea a los jugadores antes del silbato inaugural y se les da un ultimátum para marcharse según llegan a la pista. Es más habitual de lo que parece y no da lugar a dudas: empeñarse en jugar es una guillotina con preaviso. Sagastizado rememora un truculento episodio en el que de un encuentro en un campo de tierra que estaba equidistante a los barrios de dos ‘maras’. “Estaba lleno. Empezó a acudir mucha gente de un distrito. En una falta, un jugador sale a beber agua. Entonces, uno del público le dispara. Y salen otros cuantos más hacia el resto, que corre desesperado hacia la quebrada. La pandilla infiltrada, al ver movimiento, comienza a soltar tiros y mata a otras cinco personas”, explica.

“No pasa todos los días, pero tampoco llama la atención”, apunta. “En ese caso concreto, el perfil de los muertos era de empleados públicos o profesionales y se paralizaron todos los partidos: el pueblo vio cómo se estaba esquilmando a un país por el mero hecho de practicar deporte”.

Escuchar las historias de vecinos en estos dos estados da mareos. Difícil es quien no atesora una anécdota de la violencia. Sigue el periodista: “Los árbitros han de ser neutrales, de ningún barrio marcado. Y aun así tienen directrices de no pitar ciertas cosas. Por ejemplo, no pueden expulsar a gente que pertenezca a una ‘clica’ (célula). Y si amonesta al jefe de una banda puede terminar muerto o que no le paguen y encima tenga que ‘donar’ su sueldo. Hay que conocer bien la ubicación de las pandillas, que siempre ponen “antenas” (espías) en los partidos, ya que nunca se hacen en barrios enfrentados”.

“En algunas circunstancias, los jugadores llegan en camiones de carga, como los de ganado, y en la pista hay militares. A veces hay que pedir permiso a la pandilla para utilizar una cancha. Últimamente, en el mundillo privado tiene éxito la construcción de campos cerrados con paredes de plástico sintético y suelo asfaltado”, añade.

Vamos, que algo tan espontáneo como el fútbol pasa a requerir prudencia, cautela. No se puede uno calzar los botnes y echarse un partido sin antes meditarlo. Lo lúdico, origen y fin de tal actividad, se ha extinguido. “Jugar es de alto riesgo”, concluye Sagastizado. “Un gol te puede costar la vida”. Así le ha pasado a miles de aficionados anónimos, pero también a rostros populares. Uno de los casos inolvidables fue el del colombiano Andrés Escobar, acribillado a tiros en su ciudad natal, Medellín, después de meterse un gol en propia meta en el Mundial de 1994.

Pablo Alabarces es un sociólogo argentino con varios libros sobre el fútbol y sus condicionantes sociales. En 1996 escribió ‘Cuestión de pelotas: fútbol, deporte, sociedad, cultura’ (Aguilar) y durante la década posterior recopiló crónicas y ensayos sobre el tema en hasta siete títulos más. Por correo electrónico, Alabarces deriva a unos artículos suyos donde sostiene que el tema de la violencia en el fútbol lleva medio siglo de estudio y que suele tener una base “endémica”, real, con componentes antropológicos que se salen del estadio. Un lugar que es, a su vez, cierto espejo donde se adivina el entorno.

Obviamente, no en todos los partidos hay trifulcas. Los jóvenes de San Pedro Sula terminan entre gaseosas y actitudes de flirteo. A unos pasos, esta vez en un césped con montículos, el barrio se divide entre casados y solteros para batirse en duelo. Se toman fotos, luchan con el esférico bajo el travesaño y, por fin, se abrazan ante un abultado triunfo de los solteros. “Claro, nosotros no necesitamos ganar para tener mujeres”, analiza uno de sus oponentes. La vida sigue su trémolo curso. Y el fútbol, como parte de ella, solo cataliza sus temores y alegrías.

Basta zanjar, ahora sí, con las palabras de Galeano: “Como ocurre con la religión, con la patria y con la política, muchos horrores se cometen en nombre del fútbol y muchas tensiones estallan por su intermedio. Pero hasta los más indignados fiscales tendrían que admitir que, en la mayoría de los casos, la violencia que desemboca en el fútbol no viene del fútbol, del mismo modo que las lágrimas no vienen del pañuelo”.

Fotos de Javier Arcenillas

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