Solito al corral

A un toque

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Lo soñó en las canchas polvorientas de Ledesma y, pelota de por medio, se los confesó a sus amigos. «Un día voy a jugar en River», les dijo Ariel Ortega, sonriente y con las medias caídas. Y esa fantasía adolescente se hizo real durante 353 partidos vestido de blanco y rojo. El Burrito fue ilusión, bandera, grito de queja. La gambeta compulsiva que vivía con placer. «¿Sabés lo lindo que es pegar el saltito y ver que la pierna sigue de largo? Eso no se paga con nada. Y cerca del arco mucho más, porque pasás y casi estás», expresó alguna vez en Núñez. Esa declaración de principios la llevó al seleccionado y, menos brillante, a Valencia, Parma, Sampdoria, Fenerbahce, Newell’s, Independiente Rivadavia, All Boys y Defensores de Belgrano. Y a los 38 años, anunció su despedida, con la misma sencillez con que se había estrenado allá por 1991. «No es que me haya cansado. Creo que es el momento», explicó Ortega, simple en su discurso. Y se fue, entonces, con un CV de siete títulos y tres mundiales. Los amagues impredecibles y el freno devastador para la cintura de los defensores. El talento manual en tiempos de caja automática. El fútbol, a esta altura, comienza a extrañarlo… y mucho.

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