Por Enric González / Para El País
Un choque entre Boca y River es siempre algo extraordinario. Este Boca-River (y el River-Boca en dos semanas), la final a doble partido por el cetro del continente, es absolutamente excepcional. Y, para un europeo, tiene el sabor del fruto prohibido. Es la vieja absenta auténtica, el tabaco sin filtro, el sexo sin precauciones, la droga sin mesura: es eso a lo que renunciamos, el exceso contra el que, responsablemente, seguimos luchando. Es lo que no nos conviene. Y, sin embargo.
Los europeos hemos conseguido, salvo alguna rara excepción, que las familias puedan acudir tranquilamente a los estadios. Hemos conseguido que en encuentros de máxima rivalidad ambas aficiones convivan con relativa armonía. Hemos conseguido que las grandes finales no se conviertan en brotes de guerrilla urbana. Hemos conseguido un fútbol rico, técnicamente fastuoso, socialmente festivo, apacible. Y, sin embargo.
¿Quién quiere acudir a un estadio pequeño y antiguo como la Bombonera, cuya vibración resulta medible como movimiento sísmico? ¿Quién quiere apretujarse entre una multitud de pie y correr el riesgo de una avalancha? ¿Quién quiere compartir unas horas con una horda que se quema los pulmones a gritos, que se aferra a las vallas, que entra en un éxtasis de furor salvaje? No, no es conveniente. No es civilizado. Y, sin embargo.
El fútbol argentino es de lo mejor del continente, como demuestra esta final porteña. Pero carece de grandes figuras porque vuelan en brazos del dinero europeo y asiático. Raramente alcanza la estética de videojuego a la que nosotros estamos ya habituados. Es un fútbol, en comparación, tosco y sudoroso, febril, fanático, elemental. Es un fútbol que practican personas, no dibujos animados. Y, sin embargo.
El Boca-River huele a algo que en Europa no olemos desde hace muchos años. Exhala el aroma agrio a sudor y cerveza de los hooligans ingleses, el perfume dulzón que dejaban atrás los tifosi italianos cuando destrozaban una estación ferroviaria, deja en la garganta el picor de los gases lacrimógenos de cuando un clásico setentero no terminaba realmente hasta que cargaban los antidisturbios. Huele a delirio, a riesgo, a adrenalina. Y, sin embargo.
Este es un fútbol en el que las barras bravas siguen parasitando y extorsionando a los clubes, en el que las mafias dirigentes no se han trasladado aún a los despachos elegantes de la alta finanza, en el que los derechos televisivos no han arrumbado a la masa que llena los estadios. Este es un fútbol que no viaja en jet privado. Y, sin embargo.
La gran final de la Copa Libertadores enfrenta a dos hermanos gemelos nacidos en la vorágine portuaria y separados por la historia; a dos instituciones que podemos llamar xeneizes (genoveses en dialecto italiano) en el caso de Boca o millonarios, porque en otro siglo hicieron un fichaje caro, en el caso de River, pero que asumen sin prejuicios el mote despectivo que les adjudicó el hermano-enemigo: bosteros, por el excremento del ganado, los de Boca; gallinas, por un episodio gallináceo de hace medio siglo, los de River. Tan seguros están de su fe. Tan fanático es todo esto. Tan irracional. Y, sin embargo.
Buenos Aires quedará paralizada. La gente sensata evitará las cercanías del campo de batalla, porque no se admite afición contraria pero, a veces, ya se sabe. El país contendrá la respiración. La policía se desplegará como para contener una invasión. Estos excesos, por supuesto, no son socialmente higiénicos. Los futbolistas saltarán al campo boqueando por la responsabilidad y es posible que no ofrezcan su mejor juego, porque lo que está en juego no es la gran victoria, sino la derrota definitiva. Y, como se sabe, las derrotas duran más que las victorias. La gran final será Argentina en estado puro: el exceso, para lo bueno y para lo malo.
¿Cómo no disfrutar loca, absurda, ciegamente de este placer insano, del que los europeos nos privamos hace tiempo?