NO SE VAYAN QUE HAY MÁS

Literatura hecha pelota

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Algo sabía, Osvaldo Soriano. Sabía de La Patagonia, de letras y de fútbol, entre otras cosas. Su prosa y los destinos del cuero redondo se unían en sus columnas de Página 12. Y aquel martes 31 de agosto de 1993 activó las alarmas. Escribió en la contratapa del diario: «Como los colombianos tienen mucha diferencia de goles, hay que salir a ganar. Ahora bien, esta película está muy vista; ataque, desesperación, contragolpe del gordo Valenciano y pasaje para Australia (…) Si alguien está conforme con lo hecho el domingo es porque tiene ganas de comprobar si de verdad Indiana Jones es el goleador de Australia».

Cinco día después, la última escena del film resultó peor a la imaginada por Soriano. La Selección sufrió una goleada legendaria contra Colombia y, por primera vez, debió jugar un repechaje para llegar al Mundial. «No se vayan que hay más», fue el título elegido por el escritor para analizar la derrota 5 a 0 en el Monumental. Vale recuerdo de su texto sobre un partido que marcó a Coco Basile y otros nombres. Un partido que dejó un tatuaje eterno en ambos equipos. Un partido del que ya pasaron más de 30 años y ofrece razones para volver a Soriano. Nada más. Nada menos.

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Nadie imaginaba semejante humillación, pero el partido se había perdido hacía mucho, el día que Ruggeri y los otros se empecinaron en no escuchar las críticas. Yo, que no abundo en sentido común, lo di por perdido el martes pasado a sabiendas de que estos colombianos son maravillosos. Eso desató muchas broncas. Gente que me escribía y me dejaba mensajes. En el fútbol, si uno no está en el negocio, mejor no opinar. Sobre todo si se hacen nombres. Pero el sábado, al anunciar el equipo, Basile firmó la derrota sin pelear.

¿Otra vez Redondo, Leo Rodríguez, Altamirano y Ruggeri? ¿Era necesario verlos de nuevo para convencerse de que no están pasando por un buen momento? ¿Por qué el técnico que antes elegía a los mejores de pronto empezó a elegir a los fieles? ¿Qué miraba mientras Ruggeri cruzaba una y otra vez a destiempo? ¿Y cuando Redondo se paraba a ver pasar el fantasma de Maradona? ¿Por qué si Rodríguez siempre corre de costado no le hizo saber que el arco queda del otro lado?

A mí me cae bien Basile. A diferencia de otros, el sufrimiento se le nota en la cara. Al principio pocos apostaban por él, pero se ganó al país en las grandes jornadas de Chile, hace dos años. Después a su alrededor, me dicen, se formó un coro de adulones y alcahuetes, como pasa siempre con los que tienen éxito. Eso lo hizo más testarudo e impermeable a los mensajes del exterior: porque unos periodistas dijeron que ese fútbol era aburrido y feo permitió que les quitaran la palabra; porque Maradona dijo de él que la Copa se le había subido a la cabeza lo descartó como a un trapo viejo.

«Si la tribuna ruge los 90 minutos y Dios Nuestro Señor acepta estar otra vez de nuestro lado; si todo eso pasa, y Colombia está en un mal día, podemos ganar», había escrito Soriano días antes de aquella goleada histórica en el diario Página 12.

Tanta era la petulencia por unos pocos instantes sublimes que no vieron venir al verdugo. Y sin embargo hace años que Colombia anunciaba lo que por fin pasó en River: tiene jugadores soberbios que pueden llegar muy arriba en el Mundial. Para jugarle con alguna posibilidad había que cambiar de actitud. Atacar, sí, pero poner a tipos que supieran qué cuernos hacer con Valderrama y qué actitud tomar en la vida cuando se vinieran a la carga Asprilla y Valencia.

Tanto fue así que Colombia cedió su primer corner recién en el segundo tiempo. Cuarenta y cinco minutos de música argentina monótona y previsible no despertaron en Basile la necesidad de relevos. Tampoco mandó cambiar la manera de ocupar la cancha. Fue cuando todo estaba perdido que entraron Claudio García y Alberto Acosta. La lógica indicaba que a esa altura debían irse los dos laterales, pero en cambio sacó a Leo Rodríguez y Redondo, que nunca tendrían que haber jugado ese partido; uno por falta de cabeza, el otro por falta de corazón.

Bastaba un gol de Paraguay en Lima para quedar afuera. En lugar de desertar del partido, los chicos deberían haber buscado un gol que nos pusiera a salvo. Pero no, ya estaban moralmente acabados. El público gritaba el ole del adversario y eran los peruanos quienes en Lima defendían nuestra última chance.

El pobre Basile cayó en el rídiculo por haber declarado en la semana: «Que todos sepan que este equipo estará acorde con la historia de nuestro fútbol». Ahora el problema no es si en el futuro volveremos a ser buenos o excelentes, malos u horribles; tampoco si Basile debe suicidarse o convocar a otros jugadores anímicamente enteros. Lo grave es que la hinchada perdió la confianza en ese equipo que antes era la niña de sus ojos. Y que los pibes, antes de vencer a otros, van a tener que ganar una dura batalla consigo mismos.

¿Qué hacer entonces? ¿Olvidar lo hecho por Basile y echarlo a patadas? ¿Darle una nueva oportunidad? ¿Podrán él y los desairados jugadores que le queden sobrellevar una de las mayores derrotas del fútbol argentino? Difícil de responder en caliente. El propio Basile conjeturaba hace poco: «Si ganás sos Gardel y si perdés sos una mierda». Su reputación, hoy, no es la de Garcel. Pero no perdamos el humor. Yo creo que tiene que ir a Australia y ponerlos de nuevo Altamirano, Goycochea, Redondo y Leo Rodríguez. Que vuelvan los dos Basualdo también. Quisiera oírlos decir que todavía somos los mejores, pobres australianos.

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