EL MEJOR SOLISTA DE LA MASIA

A un toque

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Por Ramón Besa / Para El País

[dropcap]A[/dropcap]ndrés Iniesta llora como juega, de manera suave, elegante y armoniosa, cadenciosa y al tiempo discontinua, salpicada por momentos arrebatadores, como si bailara un swing en tanto que solista único del solfeo machacado en el conservatorio de La Masia e intérprete singular del sentir de las calles manchegas de Fuentealbilla. Muy pocos futbolistas dominan la relación espacio-tiempo como el capitán del Barça, capaz de aullar como Ronaldinho y de acompañar la jugada de la manera que sólo sabe Xavi. Ni siquiera necesitó ayer de la compañía de Messi para sollozar igual que un niño en la Ciudad Deportiva Joan Gamper.

No hay pausas más desgarradoras que las de Iniesta. Las suyas son conducciones limpias y serenas, tal que fuera un patinador, hasta que frena para sortear, para regatear, para desequilibrar, y se esfuma confundido con la cal que marca la línea de banda, el área grande y la chica, los márgenes del juego, el ancho y el largo del Camp Nou. Tiene una voz tan trémula como convincente, igual que su juego, comprimido por la tensión emocional y futbolística, para al final desbravarse con goles que anunciaban la gloria azulgrana: Stamford Bridge; consumaban el mayor de los deseos españoles: Johanesburgo; o expresaban el mejor de los legados: la final de Copa del pasado sábado en Madrid.

Los goles de Iniesta han marcado la vida de los culés de la misma manera que hay jugadores que han marcado el estilo, pocos como Samitier, Cruyff, Guardiola o Xavi, o han marcado la diferencia, ninguno de la categoría de Messi y seguramente de Kubala. Anotaba Iniesta y chispeaba la televisión mientras retumbaba la radio con la expresividad juvenil de Flaquer, el saludo sombrero en mano de Puyal —“Don Andrés”— o el grito conquistador de Joan Maria Pou. Los tantos de Iniesta han sido al fin y al cabo como embarazos de los hijos más esperados, preñados de felicidad, expresión de la bondad del capitán del FC Barcelona.

El fútbol también se puede mirar con amabilidad a través de los ojos vidriosos de Iniesta, siempre cercano, humilde, generoso y comprometido con su equipo, con su club, con una manera de ser tan natural que a veces parece infantil, como si nunca hubiera dejado de ser el niño que a los 12 años entró en el Barça. La vida de Iniesta ha estado marcada por el muro de La Masia. A los 12 años lo saltó desesperado, como quien se sube a una verja, porque soñaba con jugar en el Barcelona, y a punto de cumplir los 34 se ha dado media vuelta para salir por la puerta como titular indiscutible del equipo barcelonista, figura de la selección española que ahora afronta el Mundial de Rusia.

El sentido de la honestidad le ha llevado a romper el contrato de por vida que tenía firmado desde hace un año con el Barça. Jugador y club se dieron un tiempo para decir adiós de la mejor manera, para despedir el duelo, para que cada parte se cargue de razones para el mejor de los homenajes que muy bien podría rematarse el día del clásico o con el último partido de Liga. Autoexigente y generoso, Iniesta no quiere engañarse a sí mismo ni tampoco al club, necesita tomar distanciamiento, quiere saltar la pared, exprimido y cansado como se siente, incapaz de completar una temporada tan excelente como la que culminó en Madrid.

No es momento para la euforia ni para la depresión sino para jugadas como la del 0-4 en la final de Copa con el Sevilla.

Jugador a la antigua, Iniesta siempre se expresó únicamente con la pelota, nunca la manchó sino que la respetó, igual en la calle que en el campo, siempre blanca, nunca dorada como las del Balón de Oro. La suya es muy sencilla, la de toda la vida, aquella que se reparte a los que juegan para respetar el sentido colectivo del juego y sus leyes naturales, nada que ver con la mercadotecnia y el egoísmo, con el becerro de oro que tanta inquina despierta en los mercaderes de Europa, América, Asia o África. Iniesta tiene amigos en los distintos equipos del mundo, también en el Madrid, y seguramente es uno de los jugadores más queridos del mundo, un trofeo único e intangible, que se otorga cada jornada en la cancha y no en los salones de Nyon o París.

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